EL EMBARCADERO. Un relato de Margarita Gurruchaga Sánchez

Margarita Gurruchaga
El embarcadero
Qué hermoso y simpático grupo formaban. Dos parejas. Todos bien educados,
vestidos a la perfección, brillantes y unidos. Formaban la perfecta silueta compacta,
con el contorno redibujado por los tres rasgos de la alta sociedad: exclusividad,
distinción y posicionamiento.
Ese día de verano había amanecido como esperaban. Ligeramente soleado, con poco
viento y fresca temperatura. Y el plan acordado la noche anterior en casa de Juan
prometía ser un éxito rotundo.
Se habían reunido allí invitados por el padre de Juan, en una magnífica casa de campo
situada en un lugar lo suficientemente lejano de la ciudad pero a la vez lo
suficientemente cercano de la agitada capital como para poder arrepentirse de un
fugaz impulso rural de fin de semana. La familia era inmensamente rica. Pero todos
ellos sabían que el origen de esa fortuna era tan reciente como oscuro. A Beatriz no le
importaban los comentarios hirientes en las salas del club que se burlaban de la
discutible categoría de Juan y de cómo su padre había comprado la casa en la que
ahora estaban alojados. A fin de cuentas, su familia relativamente hacía poco todavía
mendigaba las invitaciones a las fiestas, puesto que si no les faltaban apellidos bien
distinto sucedía con su liquidez. Eso tenían en común ellos dos. Ninguno podía
presumir de estar a la altura al cien por cien. Lo que el padre de Juan deseaba era lo
que Beatriz podría regalar y lo que Beatriz encontraba en él, era lo que su familia
planeaba como salvación de su linaje.
La casa estaba construida en una zona boscosa. Poseía terrenos para montar a caballo
y cazar. Dos actividades que el padre de Juan desconocía por completo pero que
anhelaba pudieran disfrutar sus hijos y sus nietos. Y lo que más gustaba a Juan y para
lo que les había reunido allí: un enorme lago dentro del cual sobresalía una pequeña
isla. Cubierta de maleza, enmarañada y salvaje pero que Juan y los demás estaban
deseando descubrir.
El plan consistía en tomar el bote de la casa para luego intentar llegar a la isla y situar
allí una cabaña. Escondida, pequeña y romántica. Beatriz soñaba con un lugar en el
que pasar largas horas con Juan y él con un lugar para poder huir de la presión de unos
estudios en la universidad que odiaba.
La barca no era muy grande, más bien cabían a duras penas, y aunque la mayoría ya
había montado a remo antes, les costó decidir quién iría sentado en qué lugar.
Finalmente Juan se empeño en colocarse en la proa de tal manera que pudiera decidir
ruta y, por qué no decirlo, continuar con el protagonismo que tanto le gustaba asumir
delante de Beatriz. Sofía y Andrés a regañadientes se sentaron en la popa.
Todo iba bien. ¡Qué temperatura tan agradable!. El viento era suave y levantaba la
superficie del agua, en ráfagas con formas juguetonas y serpenteantes. Beatriz no
paraba de mirar a Juan, y al igual que el agua, su piel se erizaba cuando le veía
disfrutar. Pocas veces le había visto tan feliz.
La isla vista desde el bote tenía un aspecto sombrío y opaco. Varias copas de lo que
parecían castaños y pinos sobresalían de su interior. Pero la vegetación era tan tosca y
lúgubre que todo hacía suponer que incluso para poder desembarcar necesitarían
emplear a fondo los machetes que llevaban consigo. Ningún claro permitía ver el suelo
de su terreno. Ni siquiera las hojas de los árboles parecían reflejar la luz del sol. Un sol
que poco a poco se estaba viendo sorprendido por densas nubes grisáceas. Ya estaban
muy cerca cuando, casi sin darse cuenta, se lamentaron de que incluso podría ser
probable que lloviera al final de la tarde. La masa verde oscura de la isla aún resaltaba
más entre las luces cada vez más grises del ambiente. Al acercarse a escasos metros de
la isla ya no brillaba el sol. Cinco minutos antes Beatriz se acababa de lamentar del
calor que hacía.
De repente, entre la maleza Juan creyó distinguir una sencilla estructura de madera,
muy vieja y desvencijada pero que podría parecerse a un embarcadero. Esto le
sorprendió tanto que inmediatamente pidió dirigirse hacia él. Su padre no sabía de la
existencia de ninguna construcción y aquello le gustaría. Efectivamente al acercarse
muy despacio, todos pudieron comprobar que aquello era un viejo embarcadero. Las
maderas que vistas unos metros más atrás parecieron viejas ahora presumían de
haber resistido bien la humedad y el paso de los años. De hecho, al mirarlas más de
cerca se dieron cuenta de que los anclajes no se habían movido un ápice.
Sorprendentemente los clavos estaban pulidos. Ni siquiera las partes bañadas en el
agua parecían estar cubiertas de verdín. Aquello sí que era extraordinario. A la vista de
todos, lo que les había parecido un conjunto de maderas sucias y rotas, ahora les
invitaba a subir con la más tenebrosa de las cordialidades.
Por su puesto fue Juan el primero en subir. Y con un salto ágil y decidido se encaramó
en aquel embarcadero. Estaba tan excitado que casi se olvidó de invitarles a hacer lo
mismo y corriendo se adentró en la maleza. La siguiente sería Beatriz. Pero necesitaba
a alguien que la recogiera desde el otro lado y comenzó a llamar a Juan. Riéndose
como un loco volvió rápidamente para ayudarla a subir.
A veces, después de mucho tiempo, recordamos la percepción del mismo en
determinadas situaciones traumáticas de forma distorsionada. Lo que pasa en minutos
se recordará con la fugacidad de un segundo. Lo que transcurre durante esos
momentos, será seleccionado, recortado, difuminado, eliminado o reelaborado en un
intento desesperado de nuestra memoria y de nuestro carácter, para sobrevivir a esa
experiencia. Al fin y al cabo, lo hacemos para que ese recuerdo como grabado a buril
sobre cobre, no se convierta en matriz del resto de las vivencias de nuestra vida futura.
La tragedia quedará reducida a imágenes cortas, pero profundas e hirientes;
guardadas y acunadas en nuestro cerebro junto con la fuerza y nuestro impulso por
seguir adelante.Es por ello que Beatriz no pudo recordar exactamente cuándo ni de dónde vino el viento que comenzó a soplar. O más bien a rugir. No entendió nunca cómo, de repente, el torbellino de hojas, aire frío y niebla les comenzó a alejar de la isla antes de que ninguno pudiera siquiera sujetar la barca al embarcadero. Mientras el aire les alejaba de la isla sin que nada pudieran hacer para impedirlo, Beatriz sólo recordó a Juan de pié sobre aquel embarcadero mirándoles y moviendo sus brazos. Esa se convertiría en la última imagen que guardaría de él.
Les gritaba para que no se alejaran y con los brazos les hacía señales para que
volvieran a por él. La expresión del rostro se había tornado aterrada, y su voz, a pesar
de que era obvio que les gritaba, sonaba lejana como si el viento engullera sus gritos.
Los remos se perdieron. Pasaron unos pocos momentos y se dieron cuenta de que
no llegarían a nado a la isla de nuevo. Ya no se veía nada ni a nadie en ella.
Al darse cuenta de que estaban más cerca de la orilla que de la isla, consiguieron llegar
impulsándose con las manos a un punto indeterminado del lago. No sabían en qué
lugar se encontraban ni en qué dirección estaba la casa. Silenciosos, sobrecogidos y
exhaustos se pusieron a caminar. Milagrosamente, unas luces a lo lejos y los ladridos
de los perros les hicieron dirigirse hácia ellos. Les habían estado buscando. Beatriz
deseaba que esa misma noche Juan apareciera de nuevo. Mojado y sucio pero con su
hermosa y autosuficiente sonrisa. El padre y unos cuantos ayudantes y lugareños
tomaron unas barcas y se dirigieron a la isla.
Al cabo de los años la casa se puso en venta. En los periódicos se anunciaba como
“lujosa villa con amplio terreno y lago”, seguido del precio. Tan poco entusiasmo al
describirla y sobre todo su altísimo valor hacían sospechar que los propietarios no
deseaban deshacerse de ella. Y era cierto. La búsqueda de Juan duró años. Nadie sabe
con certeza la cantidad de dinero, medios, esfuerzos y voluntades que el padre hubo
de emplear en la que, sin duda, era la peor de las tareas que se puede encomendar a
un padre: la búsqueda de un hijo desaparecido en un terreno de escasos 170 m
cuadrados.
Aquel hombre, hecho así mismo, honesto y directo, generoso y atrevido, nunca pudo
perdonar a aquel grupo de brillantes y educados jóvenes amigos de su hijo. ¿Era
necesario inventarse la historia del embarcadero cuando era tan fácilmente
comprobable que jamás había habido allí tal cosa? Jamás podría olvidar a aquella
muchacha, novia de su hijo, con lágrimas en los ojos, jurando que aquel embarcadero
estaba allí y que era la última cosa que había visto en aquella isla. Eso, y su hijo,
gritando y agitando los brazos, sólo y envuelto en un aire perverso, envolviendo a
aquella isla perversa que un día de verano le había alejado de él para siempre.

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